Imaginémonos un pequeño pueblo que tras un cataclismo se queda en la más absoluta pobreza. Es decir, entra en una gran crisis económica. Como nadie tiene dinero, nadie puede tener ninguna actividad económica y nadie tiene ingresos. Los habitantes se reúnen y deciden pedir un préstamo al pueblo de al lado incurriendo, por tanto, en déficit, ya que ahora deben dinero y no tienen ningún ingreso. Con ese dinero montan un gran hipermercado. Compran productos para venderlos en él y contratan trabajadores entre los habitantes del pueblo. Contratan cajeros, reponedores, encargados de mantenimiento, encargados de compras, vigilantes de seguridad, etc… Como los habitantes contratados tienen un sueldo, ahora pueden comprar productos en el hipermercado, con lo que este tiene ingresos y puede seguir comprando productos para vender. Y cuanto mayores son los sueldos de los trabajadores más productos compran, más productos puede vender el hipermercado y mayor es su beneficio. Como el hipermercado es de todo el pueblo (no privado) deciden destinar parte del beneficio a pagar la deuda y otra parte a servicios para los habitantes. Crean escuelas, hospitales, policía, bomberos, etc… Y, por tanto, contratan más trabajadores para esos servicios que, con sus sueldos, van a comprar también al hipermercado. En conclusión, gracias a que incurrieron en un déficit han conseguido reactivar su economía. Únicamente necesitaron invertir el dinero en una actividad que reportara un beneficio suficiente para pagar el interés del préstamo.
Aplicado a la realidad de hoy, esa reunión de todo el pueblo sería el Estado, el hipermercado sería una empresa pública que invirtiera en le economía nacional y el pueblo de al lado sería el sector privado.
Esto no es nada nuevo ni nada revolucionario. No es economía marxista ni mucho menos. Es lo que John Maynard Keynes teorizó en los años 30 para remontar la crisis de los años 20. Pero, ¿por qué ahora están haciendo todo lo contrario? Porque los mercados saben que esto no les conviene y hoy tienen un poder tan inconmensurable, muy superior al de los años 30, que son capaces de evitar que esto suceda. La plutocracia sabe que por cada inversión estatal tendrá un negocio menos del que lucrarse. Ellos quieren hacer negocio con todo, incluidos los servicios básicos. Negocio con la sanidad, con la educación, con los servicios sociales, etc… Es decir, en el pueblo del ejemplo querrían que fuera el pueblo de al lado quien directamente hiciera la inversión en el hipermercado. Pero eso sólo ocurriría si a este le interesara en su propio beneficio, no en beneficio del pueblo en crisis. Y, por supuesto, si los beneficios se invirtieran en servicios sólo se haría con ánimo de lucro, no con ánimo de mejorar la calidad de vida del pueblo. Por tanto, los habitantes tendrían que pagar por sus servicios básicos.
Hoy, en el pueblo España, están intentando (y probablemente conseguirán) asegurarse que el Estado retrotraiga aún más su intervención en la economía y que lo haga de manera definitiva. De ahí la actual reforma constitucional que pondrá en manos de la Unión Europea el tope de déficit. Como el Estado verá muy limitada su capacidad de inversión, cada vez tendrá menos ingresos provenientes de la empresa pública, que a su vez repercutirá en una merma aún mayor de su capacidad de inversión. Únicamente podrá aumentar sus ingresos mediante los impuestos. Pero como la economía cada vez dependerá más de las manos privadas, estas tendrán más capacidad para obligar al Estado a doblegarse a su voluntad. Por tanto, seguramente, los impuestos acaben gravando más a los que menos tienen. Y, por si esto fuera poco, el estrecho margen de déficit que se permitirá será la prioridad de pago constitucional frente a los servicios sociales básicos, favoreciendo así su privatización.
En definitiva, la reforma constitucional que se está debatiendo en nuestras cortes es la vuelta de tuerca definitiva para poner al país de rodillas ante la oligarquía financiera. Es la muerte casi absoluta de la poca democracia que nos quedaba. Como en el pueblo del ejemplo, tenemos dos alternativas: quedarnos quietos esperando una indigna muerte o reunirnos en plaza pública y tomar las riendas de nuestro destino. Misión difícil pero obligada.
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