La izquierda española lleva unos cuantos días en
estado de agitación. Tras la aparición de rumores que situaban al mediático
politólogo Pablo Iglesias al frente de una candidatura a las elecciones europeas,
éste acabó por confirmar su disposición a tal operación y el viernes presentó
su proyecto. Desde ese momento, el conjunto de la izquierda comenzó a tirarse
los trastos a la cabeza, casi siempre con sus habituales fines cainitas pero
también hubo algún que otro caso que mostraba inclinaciones maritales.
Las críticas se cruzaron con muy ajustado tino pero
también con la habitual dureza que solemos utilizar con el discrepante más
cercano. Comenzando por los protagonistas, que aseguraban que su obligado “paso
al frente” se debía al anquilosamiento de las burocratizadas estructuras de
Izquierda Unida. Y siguiendo por éstos (o algunos de ellos), quienes señalaban la
dependencia que tiene el proyecto “coleta” de un liderazgo creado
mediáticamente, lo que entra en contradicción con lo supuestamente
participativo y asambleario de lo que viene a ofrecer.
Mucho se podría hablar (y mucho he hablado, no lo
niego) de las deficiencias de Izquierda Unida (de la que soy miembro sin
ninguna responsabilidad orgánica) como movimiento político y social y de sus
mermadas conexiones con los movimientos sociales. Igualmente, hasta la extenuación
podríamos analizar (también lo he hecho, tampoco lo niego) las verdaderas
razones que han llevado a mi viejo camarada, con el que compartí asiento en el
Comité Federal de la UJCE hace ya unos cuantos años, a dar este paso. Pero no
es mi intención embarrar más la cancha. Me quedaré en certificar la necesidad
que tiene Izquierda Unida de repensar muchas cosas a nivel interno y externo,
así como lo curtido en mil batallas que está Pablo Iglesias, tanto como para
saber que está jugando con un pie a cada lado de la frontera orgánica.
Situémonos donde nos situemos en esta partida,
gústenos o no nos guste la operación “coleta” y la realidad interna de la aún
primera organización de la izquierda transformadora, hemos de superar los
ánimos cainitas con los que la izquierda nos solemos autozancadillear. Acertado
o no Pablo Iglesias y su Podemos, y correcta o no la gestión de Cayo Lara al
frente de Izquierda Unida, ambos tienen el derecho de intentarlo y errar, sin
que ello suponga la liquidación inmediata de dos líderes consolidados de la
izquierda trasformadora del país. Tengo mi propia valoración al respecto pero,
en esta ocasión, me la voy ahorrar. Para no embarrar aún más la cancha, como
decía, pero, especialmente, porque dudo que haya alguien, con cierta
trayectoria militante en la izquierda, que no atesore un buen número de errores
a sus espaldas, empezando por mí mismo. Por tanto, asumamos que estamos
obligados a hacer política en escenarios que no elegimos. Ese es el primer paso
para no volver a errar.
A partir de aquí, el debate anterior me interesa poco
más que para los sesudos análisis de correlaciones de fuerzas internas a la
hora del café. Entretenidos, sí, pero políticamente poco prácticos salvo para
la fontanería interna… que haberla hayla, mucha y por doquier. Pero el momento
histórico exige dejar de lado a los fontaneros (que muchas veces han
determinado el devenir político de las organizaciones) y poner al mando a verdaderos
estrategas políticos. Y ahí es donde entro con mis exigencias, tanto al
mediático Pablo Iglesias y demás “tuerkas” que le acompañan, como al conjunto
de dirigentes y estructuras de Izquierda Unida y de sus organizaciones
integrantes, especialmente al PCE.
La izquierda de este país tiene una oportunidad
histórica que probablemente tarde mucho tiempo en volver a darse. La ruptura de
los consensos que más o menos regían el devenir de esta democracia demediada, dinamitados
unilateralmente por una oligarquía dependiente de intereses foráneos, nos lleva
de cabeza a la consolidación de una suerte de dictadura constitucional que
convierte en papel mojado los derechos sociales y laborales que tanto costó
conseguir. La oligarquía europea ha promulgado el final de la era en la que se
veía obligada a cierto reparto de la gigantesca plusvalía que sustrae y, para
llevar hasta sus últimas consecuencias su proyecto neoliberal, ha declarado la
guerra a la clase trabajadora y a los sectores populares, comenzando por el
rapto de la soberanía nacional. Con este panorama, nuestras fuerzas deberían
crecer vertiginosamente.
Sin embargo, esta guerra hoy, en este momento histórico,
es más desigual que nunca. Organizaciones políticas y sindicales jibarizadas y
más cuestionadas que nunca por amplios sectores populares, organización social
de la izquierda bajo mínimos (a pesar de que las “mareas” dejen intuir cierta
recuperación), mantenimiento de la conciencia de derrota ideológica, hegemonía
cultural de la derecha con diferentes grados de conservadurismo, etc… Esta
sucesión de desgraciadas realidades son la descripción de un ejército en
desbandada que no sabe siquiera dónde y cómo replegarse.
Mi exigencia a unos y a otros es que pongan fin a las
batallas cainitas y a la desbandada de nuestras filas. Su obligación es ser
capaces de sentarse en una mesa y, en torno a un programa cuyas grandes líneas
cualquier militante de la izquierda puede esbozar en media tarde, presentar un
proyecto de convergencia para unir al conjunto de la izquierda. Para ello hay
que desterrar el inmovilismo, pero también la tentación de despreciar todo el
legado organizativo de la izquierda o idealizar la novedad por el mero hecho de
serla. En definitiva, superar los egos de los respectivos liderazgos y, con
voluntad de diálogo y compromiso, organizar ya no la resistencia, sino la
victoria. En ese propósito me encontrarán… a mí y a muchos otros.
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